Abr 14, 2024 Servicio de noticias DEPARTAMENTALES, SAN JUAN, SOCIALES
Tenía 18 años. Un día de 1964 salió de su casa en caballo y con su bebé en brazos. Un mes y medio después encontraron al niño muerto al costado del río Castaño, en Calingasta.
Por: Walter Vilca Tiempo de SJ
De hacía días le rondaba la misma idea, que era como una pesadilla que la perseguía de día y de noche. Eva no sabía qué decirle a Margarita, entonces se le ocurrió inventar que había hablado con una familia de Barreal para que se haga cargo del bebé. Ya lo había charlado con su madre, no iba a poder criar a ese niño y le aterraba pensar que ese pequeño no tenía otro destino que la vida miserable que ella siempre tuvo.
A pesar del espléndido sol de aquel mediodía del lunes 1 de junio 1964, para Eva Cortez era un día sombrío. Ensilló su caballo zaino a las apuradas, casi temblando. Lo montó y cargando a su bebé en uno de sus brazos partió del rancho a paso lento por la huella que la llevaría a la vieja ruta 20 en dirección al pueblo de Barreal.
Camino a la muerte
En el trayecto la joven se desvió y al cabo de dos horas de deambular con la mirada perdida terminó en las márgenes del río Castaño, en el paraje llamado “La Puntilla”, en la localidad calingastina de Puchuzun. Sin siquiera bajarse del animal y, previo a mirar a su alrededor para asegurarse que nadie la estuviese viendo, suspiró profundamente y agarró el pañal de tela que llevaba consigo.
Como pidiendo perdón al cielo, largó una corta plegaria en silencio y tomó al bebé con los dos brazos. Ahí mismo, con una mano le agarró la parte posterior de la cabeza y con la otra le introdujo un extremo de la tela en la boca.
En esos segundos presionó la mano con todas sus fuerzas sobre su carita y empujó su cuerpo contra su pecho como abrazándolo. Cerró los ojos para no mirarlo y trató de hacer oídos sordos, mientras sentía al niño patalear y moverse desesperadamente. Hasta que no se movió más.
El ocultamiento
Cuando se aseguró que el niño ya no respiraba, descendió del caballo y lo dejó sobre unas piedras. Con sus propias manos cavó un pequeño pozo debajo de un arbusto. Allí depositó al cuerpito de ese niño que tenía apenas un mes de vida y se llamaba Ramón, y tapó con tierra la improvisada tumba o escondite.
Eva se alejó rápido arriba del caballo manteniendo la mirada firme hacia el
frente, como si eso la ayudara a dejar atrás el horror. Anduvo por un rato largo sin rumbo, elucubrando también en qué le iba a decir a su madre al llegar a su casa.
«La chica le dijo a su madre que iba a entregar al bebé y salió montada en un caballo, pero horas más tarde asesinó al pequeño en el río».
A eso de las 18 de la tarde del lunes 1 de junio de 1964, Eva arribó al rancho situado en las afueras de Villa Nueva, en Calingasta. Su mamá la miró y, antes que preguntara, ella respondió: “Ya está, entregué al bebé”. Margarita, que se había quedado cuidando a la nena de 2 años de la joven, prefirió el silencio para no incomodarla, quizás comprendiendo la angustia de su hija. Lo hecho, hecho está, se dijo así misma. Para Eva era mejor que su mamá no indagara, nadie debía saber la verdad.
Al descubierto
El secreto fue guardado por largas semanas, pero los vecinos empezaron a preguntarle por el bebé. Es que la habían visto embarazada. Además, un día Eva se cruzó con Clelia Zamora, la enfermera que la asistió en su casa durante el parto. La mujer le preguntó por el niño y cómo se encontraba ella de salud, y le insistió que llevara al bebé al médico para examinarlo y que concurriera al registro civil del pueblo a asentarlo para iniciar el trámite de su documento.
Eso puso en aprietos a la joven. Por cuánto tiempo más podía seguir mintiendo, la gente iba a preguntar y si no hacía algo podían descubrir su aterrador secreto. Fue así que el 22 de julio de 1964 en horas muy tempranas fue a la oficina del Registro Civil de Puchuzun.
La joven explicó a la encargada que deseaba asentar a su hijo recién nacido. Lo primero que preguntó la empleada fue dónde estaba el bebé y ella empezó a titubear. Su cara expresaba nerviosismo y sus palabras la ponían en constante contradicción. Intentó arreglarla diciendo que, en realidad, al niño lo tenía una familia amiga que lo estaba criando, pero no daba los nombres de esas personas ni la dirección de su domicilio.
Con cada respuesta, más la embarraba. La empleada pública tomó nota y registró al niño llamado Ramón Cortez, pero no se quedó conforme. La joven mamá no daba explicaciones convicentes de dónde se encontraba el bebé. Ante esto, la señora pidió a la chica que aguardara en la oficina, en eso se cruzó al puesto policial del pueblo y le comentó al agente Candido Donoso sobre la extraña situación. Le contó que sospechaba sobre la desaparición o venta de un niño.
La confesión
El policía dialogó con el gendarme Antonio Lencina y juntos fueron a interrogar a la joven. Con sólo verle la cara, notaron que ocultaba algo. Las preguntas dejaron sin escapatoria a Eva, que tartamudeaba y no sabía qué decir. En un momento dado la joven se sentó en la banqueta, agachó la cabeza y largó en llantos.
El gendarme y el policía quedaron pálidos cuando la escucharon confesar que había matado a su bebé. Juró que no quiso hacerlo, pero no tenía como mantenerlo y no encontró otra salida. También aseguró que ni su madre sabía de esto y que el cadáver del niño estaba enterrado cerca del río Castaño. Les proporcionó la ubicación.
El agente Donoso salió urgente a dar aviso a sus jefes a través de la radio policial. Hasta tanto dejaron demorada a la chica. El policía en persona junto con el gendarme Lencina luego partieron al lugar que había indicado Eva. Era cierto. En el kilómetro 170 de la ruta 20, a 500 metros al sur de la orilla del río Castaño y casi pegado a una planta llamada Clavelillo, encontraron el cadáver del bebé.
A decir verdad, parte del cuerpo. Horas más tarde, el médico legista de la Policía y los investigadores policiales constataron que el cadáver del pequeño estaba mutilado. Por lo que observaron, los animales carroñeros desenterraron los restos del niño y devoraron las partes blandas. Allí también encontraron el pañal. En la morgue confirmaron que el niño había muerto producto de una asfixia por sofocación y tenía aproximadamente un mes de vida al momento de su deceso.
La causa judicial
Eva Cortez, de 18 años, fue detenida por el delito de homicidio agravado por el vínculo y bajo esa acusación fue sometida a un juicio escrito en 1966 por el juez Wilson Vaca del Segundo Juzgado del Crimen, Segunda Nominación.
Ella nunca negó la autoría del asesinato y confesó en detalle cómo fue que asfixió al hijo al costado del río Castaño. Relató que su hijo nació el 2 de mayo de 1964 en su casa en Villa Nueva y que en el trabajo de parto la ayudó la enfermera Clelia Zamora y su madre, Margarita Contreras.
Admitió que la idea inicial era entregar a su hijo a otra familia, pero no encontró a nadie “responsable”. También contó sus penurias. Aseguró que no contaba con recursos económicos, que ella y su madre eran muy pobres y que le dolía pensar que ese pequeño no tendría futuro entre tanta miseria.
Eva también era víctima. Víctima de su propia inmadurez, de su nulo nivel educativo, de la exclusión social, de la marginalidad existente en los pueblos alejados y de una sociedad machista que siempre pone a la mujer en inferioridad de condiciones.
Ella jamás contó quién era el padre de ese niño. Se podría haber especulado que hasta fue víctima de un abuso sexual. Había sido mamá de su primera hija a los 16 años y tenía aún 17 años cuando quedó embarazada de ese niño que nació en mayo de 1964.
En aquella época todavía estaba en vigencia el antiguo inciso 2 del artículo 81 del Código Penal argentino, que contemplaba la figura del Infanticidio –derogada en 1994- y que atenuaba la pena de este tipo de crímenes contra un recién nacido, durante el período puerperal, para ocultar la deshonra de la mujer o madre soltera. El castigo previsto era de 6 meses a 2 años de prisión para la autora del crimen.
La condena
En ningún momento se consideró encuadrar el asesinato cometido por Eva bajo la figura del infanticidio. Su defensa, en cambio, intentó llevarlo por el lado del homicidio en estado de emoción violenta, teniendo en cuenta las aristas particulares del caso y la situación de vulnerabilidad de esa joven mamá.
Para el juez, nada excusaba a la joven. Desechó el factor de la emoción violento y afirmó que la confesión de la acusaba daba cuenta que actuó con dolo, que fue consciente del crimen y que lo planeó de antes. Es que la chica había declarado que no encontraba a quién entregar el niño, que por esa razón pensó en matarlo para que no sufriera e inventó lo de la familia de Barreal para ocultar a su madre sus verdaderas intenciones.
El 25 de julio de 1966, el juez Vaca sentenció a Eva Cortez a la pena de prisión perpetua y la confinó a cumplir la condena a la Alcaidía de Mujeres de la provincia de San Juan.
FUENTE: Sentencia del Juzgado del Crimen -Segunda Nominación, artículos periodísticos de los diarios Tribuna y Diario de Cuyo, «Infanticidio» de Tomás Sebastián Soto en Revista Pensamiento Penal y hemeroteca de la Biblioteca Franklin.
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