Ago 22, 2021 Servicio de noticias SAN JUAN, SOCIALES
Por Walter Vilca Tiempo SJ
Quizás nadie recuerde su nombre, pero los guardiacárceles y un par de policías hasta el día hoy lo deben maldecir. No les dejó un grato recuerdo, pero lo que hizo fue digno de una película por su fuga por demás osada y también por su increíble actuación que puso en ridículo a los uniformados de una patrulla que, sin querer e inocentemente, ayudaron de una forma insólita a completar ese espectacular escape del penal de Chimbas allá por el 2009.
La historia es larga de contar y corta a la vez porque todo ocurrió en una noche, mejor dicho en apenas horas durante la madrugada del 14 de abril de ese año. Hasta ese entonces, Fabio Matías Icazati Esquivel era un “guacho” -como dicen en la jerga de la calle- con sus 20 años que había caído preso por un asalto a mano armada a un colectivero en Rawson. Un preso más de los tantos en el Servicio Penitenciario Provincial, aunque hay que reconocer que con un coraje que pocos tenían para tamaña hazaña.
Dicen que los presos sueñan y viven pensando cómo escapar algún día. Y él tuvo su oportunidad esa noche. Posiblemente lo planeó en esos segundos cuando notó el descuido de los celadores que se olvidaron de poner el pasador de la puerta de su celda, la 124 del pabellón 3 del Sector IV del penal. Supuestamente el sector de máxima seguridad. Todo jugó a su favor: el poco personal, el cansancio de los guardias y el exceso de confianza de ellos mismos, pues ni imaginaban lo que iba a suceder ese día.
Más despierto que nunca, minutos antes de las 2.30 de la mañana, Icazati se animó a salir de su celda y vio su libertad en ese vacío y silencioso pasillo del pabellón. Entonces caminó sigilosamente hacia las duchas, apagó las luces del sector y regresó de inmediato a su celda. Quería saber si el celador y los otros guardias estaban atentos, pero éstos parecían haber desaparecido. A lo mejor estaban dormidos o haciendo otras cosas. Ni los encargados de monitorear las cámaras se percataron de las luces apagadas.
Al rato, Icazati volvió al ataque. Abandonó su celda, encaró otra vez rumbo a las duchas y con un pedazo de hierro que llevaba consiguió destornillar las placas de acrílicos de una ventana y salió de su sector. En eso tomó un matafuego, bajó a la entrada del pabellón y llegó a la guardia. La suerte lo acompañaba. No había nadie, de modo que tomó la llave que estaba en un escritorio y abrió el candado del portón que comunica a la salida de la movilidad. Pretendía no embarrarla ni ponerse al descubierto, así que una vez que habilitó el portón regresó a la oficina y dejó la llave. Se tomó el tiempo de volver a su celda y se puso ropa oscura.
Cargando todavía el matafuego después salió afuera del pabellón. Sin dejar nada al azar, se dirigió a la parte trasera, miró por un par de minutos las dos garitas de vigilancia y cuando estuvo seguro que los penitenciarios no lo miraban corrió a los alambrados del cerco perimetral. Con la agilidad de un gato escaló la malla metálica y al llegar a lo más alto su pantalón se le enganchó en las púas. El tiempo apremiaba, entonces no tuvo otra que desprenderse el pantalón para sacárselo. Ahí perdió las zapatillas. Pero eso no lo frenó porque igual se descolgó, trepó el otro alambrado y consiguió cruzarlo. Lo había logrado. Descalzo y sin pantalón, había llegado a la calle Costa Canal.
Subí, vamos…
La fuga era un hecho y sin pausa empezó a correr en dirección a la fábrica de carburos y posteriormente ganó la calle Rastreador Calivar. En ese periplo llegó a la avenida Benavidez, ahí comenzaría otra historia tan increíble y cómica como una escena de las películas “Tonto y Retonto”. Y es que mientras caminaba por el costado de la avenida se encontró con un patrullero de la Policía. Los uniformados, atentos y vigilantes, vieron sorprendidos a ese muchacho casi desnudo que daba trancos apresurados y lo pararon para preguntarle qué hacía ahí.
Me viene esa frase que dice: “ni ellos son tan vivos, ni los otros tan tontos”. Y como el miedo no es sonso, Matías Icazati no la pensó dos veces y, rápido de reflejos, les dijo que acababan de asaltarlo. Pero claro, como los policías no sospecharon nada, cayeron como niños en la mentira. Con decir que los efectivos le pidieron detalles y el delincuente les vendió una novela con ese relato del robo. La cuestión es que los dos uniformados hicieron subir a Icazati al móvil y salieron a toda velocidad para dar unas vueltas en busca de esos ladrones que en realidad solo existían en la imaginación del prófugo. La búsqueda fue en vano.
La insólita y risueña escena no terminó ahí porque, conmovidos por el “pobre muchacho”, los policías encima se ofrecieron a acercarlo hasta su casa. Qué cara habrá puesto Icazati. Por dentro, seguramente su cuerpo daba mil palpitaciones y se preguntaba qué hacer. No tenía salida. O seguía con la farsa o la iba a pasar realmente mal. Y prefirió continuar con el engaño. Ni Darín ni Alfredo Alcón hubiesen actuado mejor, pero él con su rostro de niño compungido y de lástima logró que los policías lo trasladaran en el patrullero en dirección al Sur. Mientras el móvil avanzaba, él miraba de reojo cómo se alejaba poco a poco del penal y su libertad se hacía realidad. Fue el viaje más increíble de su vida. Porque no, el sueño de todo delincuente. Si hasta lo dejaron en la misma puerta de la casa de su madre en el barrio La Estación, en Rawson, y con un saludo se despidió de sus eternos enemigos. Los policías se marcharon sin siquiera sospechar que les había tomado el pelo.
Esa madrugada, Matías Icazati entró a su casa y buscando no alarmar a su familia, contó a su madre que le habían dado la libertad. A las 7 partió a la Terminal de Ómnibus y abordó un micro que lo llevó a Mendoza.
Al descubierto
En la mañana se desató el escándalo en el Servicio Penitenciario Provincial cuando realizaron el conteo y descubrieron que él ya no estaba. Había dejado huellas. El hueco de la ventana de los baños, el matafuego tirado afuera y su pantalón y sus zapatillas al lado del alambrado. Además, estaban las filmaciones de las cámaras de seguridad en la que se veía con detalle cómo había salido del pabellón. Ese día separaron a los siete penitenciarios que estaban guardia en ese sector y les iniciaron una causa judicial por favorecimiento negligente de evasión. El caso fue investigado en el Cuarto Juzgado Correccional. Si bien luego procesaron a los guardiacárceles, al cabo de tres años dieron por prescripta la causa.
Con respecto a la actuación de esos comedidos policías, nada se supo. Después de que recapturaron a Icazati en Mendoza el 22 de diciembre de 2009, él mismo declaró y contó sobre esa insólita ayuda policial en su fuga. Lo confirmó en el juicio. El episodio puso en el peor de los absurdos a la Policía. El entonces ministro de Gobierno, Emilio Fernández, señaló en los medios: “esto queda en el limbo de creer o no creer”, y agregó: “supongo que haremos alguna investigación”. La realidad es que nadie de la fuerza reconoció ni desmintió el hecho. A la Policía no le convenía. Fue así que la grotesca y risueña anécdota quedó en el recuerdo y aún hoy es un trofeo en la carrera criminal de ese joven reo que a los años volvió a ser protagonistas de otras tropelías. Pero eso poco importa ahora porque él será recordado por aquel increíble escape del penal de Chimbas y sobre todo por haber puesto en ridículo a esos policías que todavía deben estar masticando bronca.
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